Otra vez me toca a mí el grupo de amas de casa. Manolo me la ha vuelto a jugar. A este paso seguiré soltero toda mi vida. Ayer, la media de edad de las mujeres a las que les enseñé la Catedral superaba ampliamente los 60 años. ¿Es que a las mujeres jóvenes no les interesa el arte? Bueno, con un poco de suerte, puede que la chica misteriosa aparezca por aquí de nuevo. Va vestida como una peregrina —sandalias de trekking, camiseta de tirantes y un pantalón corto del Decathlon—, eso quiere decir que su paso por Burgos será breve, pero es la segunda vez que la veo en dos días, ¿por qué no puede haber una tercera? Estoy deseando explicarle a ella sola la leyenda del Papamoscas y también cada uno de los misterios de las piedras de esta vieja Seo que va ya para 800 años.

 

Como todos los días, hago el mismo recorrido: puerta del Sarmental, capilla de Alonso de Cartagena, puerta del claustro, rosetón, cimborrio, capilla de la Presentación… y otra vez —como ayer y antes de ayer—, cuando estamos llegando hasta el Papamoscas, la veo a lo lejos, con sus cabellos rubios, esos ojos tan verdes, y sí, vestida de la cabeza a los pies de la marca Kalenji, pero a mí me parece una modelo recién salida de la pasarela de Milán. Intento zafarme de mi grupo, pero es imposible, en cuanto intento correr hacia ella, dos rollizas señoras se interponen en mi camino como si fueran Piqué y Sergio Ramos, preguntándome por la historia del esperpento que marca las horas y que para ellas es la razón de haber hecho la visita, por encima de los tesoros de los Colonia, Felipe Vigarny, Juan de Vallejo y Diego de Siloé.

—A ver cómo se lo cuento…, pero ya les adelanto que la leyenda del Papamoscas es muy triste y da mucho miedo…

xxx

El Doliente, a Enrique III lo conocemos por ese nombre. ¿Qué culpa tenía él de los múltiples males que le llevarían a una muerte prematura? Aunque el peor de todos los que sufrió fue el de amores. Bien sabe Dios que nunca ninguno le hizo sufrir tanto como este. Enrique nunca había sentido ese cosquilleo en el estómago, hasta la semana pasada.

 

Otra noche en vela, y ya iban siete. Las que se correspondían con los siete días que hacía que había descubierto a aquella hermosa y misteriosa joven rezando en la tumba de Fernán González. Su imagen le atormentaba. Pasaba de la esperanza a la decepción en un solo minuto. ¿Se atrevería a decirle hoy algo? Seguramente no, pero Enrique fantaseaba con hacerlo. ¡Era el rey, diantres! Pero un rey tímido y acongojado cuando se trataba de hablar con las mujeres. La admiraba en silencio mientras oraba y la había seguido varias veces, a lo lejos, hasta su casa, aunque en ningún momento se atrevió a decirle nada.

Con el estómago vacío y el corazón henchido de valor puso rumbo a la Catedral. Una vez dentro se entregó a la oración con pasión y vehemencia. Aunque todavía era pronto para que ella apareciese, a cada rato, echaba la mirada atrás a ver si descubría a su amada.

Al fin, apareció. En cuanto distinguió su rostro, su alma estalló de ilusión. Su corazón se aceleró cuando vio que la dama se acercaba hasta donde estaba él. De su mano cayó un pañuelo, que el monarca recogió, pero en lugar de devolvérselo, lo guardó en su pecho. Ese sería su recuerdo de amor. A cambio le dio uno suyo, que la muchacha aceptó. Hasta en tres ocasiones intentó decirle algo, pero no lo conseguió. Sus palabras se ahogaban en su garganta. Quién iba a decir que el rey de Castilla, bravo y valiente en el combate, se comportase como un tímido cortesano. Ante la frustración de no ver sus intentos de acercamiento recompensados, la joven huyó, con el rostro en lágrimas. Y cuando salía por la puerta de la Seo, soltó un lamento que estremeció a todos los presentes en la Catedral.

xxx

—Vamos, señoras, hay que seguir con la visita. Que se nos echa el tiempo encima.

—Tienes que seguir contándonos la leyenda del Papamoscas. No nos puedes dejar así, con esta intriga —comentó la morena.

—Eso. Queremos saber lo que pasó. Cuando termines, te invitamos a un vinito y un plato de jamón aquí al lado —le dijo la otra mujer bajando la voz para que no les escuchasen las otras de la excursión.

La catedral lugar de la leyenda del papamoscas de Burgos

Foto pixabay de la catedral

Después de todo, tampoco es tan mal plan. Esta mañana, no tengo nada más que hacer. Me salto un par de capillas de la visita y enseguida estamos dándole al Ribera y al ibérico. Decidido. Me llevo a estas dos de terraza y que paguen la cuenta. Total, mi venus se ha vuelto a esfumar.

Pero quién está aquí. Manolo. A él también le ha tocado trabajar esta mañana.

—Estás hecho todo un ligón, Javier.

—¿Lo dices por estas dos?

—No. Lo digo por la vikinga.

—¿La chica rubia? ¿Tú también la has visto?

—Que si la he visto, dice. De arriba a abajo, de abajo arriba, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. ¡Estás hecho un Juan Tenorio! ¡Ah! Por cierto, me ha pedido tu número de teléfono —me dice Manolo, guiñándome un ojo, antes de regresar con sus turistas.

Me tiemblan las piernas. ¡Le ha pedido mi número de teléfono! No me lo puedo creer. Estoy nervioso como un adolescente en su primera cita. Miro una y otra vez el móvil, pero no recibo nada. Sigo con la visita, con la cabeza en otra parte. Vuelvo a sacar el teléfono, pero no hay llamadas ni wasaps. Quizás se ha vuelto a caer, la aplicación. Abro Twitter, miro en Menéame, en Elmundo.es, pero no, el servicio de mensajería más popular en el mundo digital funciona perfectamente.

Acabada la visita, me dirijo hacia la terraza del Viva la Pepa como Don Hilarión —una rubia y una morena en cada abrazo, eso sí entraditas en años y en kilos; confío que su cartera sea igual de opulenta— a por mi ración de jamón y vino tinto. Justo antes de sentarme suena el ansiado zumbido. Tengo una notificación.

—Hola. No me conoces. Le he pedido tu número a tu amigo.

Intento contestarla mientras piden la comanda.

—Sí. Sé quién eres. Bueno. No te conozco, pero te he visto estos días en la Catedral.

—¿Podríamos quedar para que me la enseñaras? La Catedral. Te dedicas a eso, ¿no?

Con el susto se me cae el móvil. Las «chicas» mientras piden jamón —del bueno, aclaran—, morcillita, queso y se quedan con las ganas de unas gambas, que todavía no son horas para la plancha les explica el camarero. Para beber no les basta con unas copas y piden una botella entera de Cillar de Silos.

—Claro que sí. Yo te la enseño…, la Catedral. ¿Cuándo te viene bien? ¿Esta mañana?

—Mejor por la tarde.

—¿A las 5 en el Papamoscas? A las 17, vamos. En el Papamoscas…, dentro, dentro de la Catedral. ¿No sé si me he explicado bien?

Qué nervios, madre. Cojo una rodajita de lomo —¡que también han pedido lomo!—, pero no puedo con ella.

—Bueno, majo, sigue contándonos lo del rey y la muchacha que nos tienes en un «ay».

—Pues no lo parece, señora…

—Qué gracioso y qué bien se explica. Sigue, sigue con la leyenda del Papamoscas, hijo —me pide la otra con la boca a rebosar de morcilla de Cardeña.

XXX

¿Dónde estábamos? Sí. Enrique —el doliente— está destrozado porque desde aquel fatídico día del pañuelo, su amada no ha vuelto a aparecer por la Catedral. No puede resistir más su dolor y se acerca hasta la casa donde la vio entrar la pasada semana. Al franquear la puerta observa que la vivienda está destrozada por dentro. Allí no puede vivir nadie. Cuando están dentro se acerca un vecino que reconoce al rey y le ruega que se vaya de allí.

—Esta casa está maldita, mi señor.

—¿Maldita? —pregunta el soberano.

—Todos los miembros de esta familia murieron de peste, mi señor.

—¿Todos? ¿La joven también?

El vecino asintió bajando la cabeza ante el monarca.

—Eso es imposible, ¿cuándo ocurrió? —pregunta Enrique sorprendido por el descubrimiento.

—Hace ya diez años.

—¿Diez años?

El rey castellano está a punto de caer desplomado al recibir la noticia. Se apoya en el quicio de la puerta y solo acierta a coger el pañuelo de su amor y apretarlo fuerte contra su pecho.

La leyenda del papamoscas y la catedral de Burgos

Foto Pixabay de la catedral de Burgos

Han pasado varios meses desde su triste descubrimiento. Además del apetito, Enrique ha perdido las ganas de vivir. Ha dejado de rezar y solo le alivian los paseos que da por los alrededores de la ciudad, sin rumbo fijo la mayoría de las veces. En uno de ellos, desorientado, se adentra demasiado en el bosque. Está a punto de anochecer y de entre la oscuridad unos ojos amarillos, doce, seis pares, de seis lobos hambrientos que le observan desafiantes. El rey echa mano a su espada y como puede va dando buena cuenta de ellos. Pero son muchos y sus fuerzas ya están justas. En ese momento escucha de nuevo el lastimero grito que oyó ese día en la Catedral de Burgos, el último día que vio a su amada. Unos metros delante de él está ella. Consigue zafarse de los últimos lobos y acercarse hasta su amor. Su rostro está surcado de lágrimas. Los lamentos ya no salen de su boca, sino de su interior, de su corazón. Él intenta abrazarla, pero ella le dice:

Te amo porque eres noble y generoso; en ti amé el recuerdo gallardo y heroico de Fernán González y el Cid. Pero no puedo ofrecerte ya mi amor. Sacrifícate como yo lo hago…

Enrique se arrodilla ante ella y allí pasa la noche. Hasta que atormentado regresa al Castillo. El monarca castellano decide consagrarse al recuerdo de la joven y manda hacer una estatua para colocarla en el interior de la Catedral de Burgos, una representación de la joven dama capaz de emitir un grito como el suyo para tenerla siempre presente.

Desgraciadamente, el artista elegido para esa empresa no fue el mejor y su figura de una bella dama derivó en una grotesca que se convirtió en el hazmereír de burgaleses y peregrinos por su esperpéntico tallaje y su graznido. Y allí sigue, tantos siglos después, dando las horas, para que todos conozcan la leyenda del Papamoscas.

XXX

Mi «amada» no contesta. Solo hay un check de contestación de lectura. Mientras, estas dos comen a dos carrillos y beben el crianza a porrón. ¡Por fin! Dos checks. Solo falta que se pongan de color azul. ¡Ya está! ¡Azules! escribiendo… escribiendo… escribiendo… ¿Y? Se lo toma con calma. Ahora.

—OK.

Suelto un grito de alegría. Cuando recobro la compostura me doy cuenta de que estoy solo en la terraza. A lo lejos veo a las «dos mozas» corriendo al sprint con una velocidad impropia para su edad. A mí lado el camarero me cierra el paso a un posible huida mientras alza amenazante la cuenta. ¡45 euros de almuerzo! Me ha salido cara esta vez la leyenda del Papamoscas. En otras circunstancias tendría un cabreo de tres pares, pero hoy estoy muy feliz con mi cita secreta.

 

¿Seguro que habrá entendido lo de las 5 que son las 17? Miro el reloj, las 18:10; miro el teléfono, nada. Le paso un sexto mensaje de voz, pero sigue sin leerlo. ¿Qué ha pasado? Por si acaso salgo fuera. Quizás no entendió que lo del Papamoscas era dentro. No está. Vuelvo dentro. Las 18:40 horas. Quizás otro mensaje más podría considerarse acoso.

Esto va a cerrar y aquí no viene nadie. Si es una peregrina, creo que sé dónde puede estar. El albergue está aquí al lado. Intento subir corriendo las escaleras hasta la calle de Fernán González pero mi deporable estado físico me hace pararme a la mitad para recuperar el resuello. Miro la pantalla del móvil y… ¡Tengo un mensaje! Es uno de voz. Lo escucho: me quedo helado; es un grito aterrador.

Saco fuerzas de donde no las tengo y me acerco hasta el albargue. En la recepción pregunto por ella. Como no sé su nombre, le describo a la mujer que está allí cómo es. Se queda mirándome muy seria, hasta que por fin se decide a hablar.

—¿Te refieres a Ángela?

—Sí. Me imagino que se llama así.

El hombre que está tomando notas al lado de la máquina de café se acerca hasta nosotros y me enseña una foto de mi amada.

—¿Es esta?

—Sí.

—Soy el inspector Sánchez. Creo que tú y yo tenemos que hablar. ¿Conocías a Ángela Fernández Ríos?

—Sí. Bueno, no, directamente… Habíamos quedado —el inspector frunce el ceño— Me ha pasado varios wasaps.

—Varios wasaps, ¿cuándo?

—Hoy.

La recepcionista ha soltado un grito tan desagradable como el de Papamoscas. Yo estoy temblando. El policía me pasa su brazo por el hombro. Abro la aplicación de Whatsapp y veo que todos sus mensajes han sido borrados.

—Creo que tendremos que ir a comisaria a aclarar todo esto. A Ángela la encontraron muerta en la litera de su habitación hace tres días.

¿Te ha gustado este relato viajero de La leyenda del Papamoscas? Pues te animo a que leas este otro

Cuento de Navidad en Vigeland Park

Cuento de Navidad en Vigeland Park

Salada, la nieve sabe salada. Tenía la boca llena de ella y no podía hacer nada por apartarla. Por más que intentaba mover los brazos era imposible. Aunque sabía que era inútil, seguía intentándolo. A duras penas podía abrir los párpados para ver esa luz cegadora que atravesaba la blanca capa que me cubría. Ya …

3 comments

Deja una respuesta

4 Respuestas para “La leyenda del Papamoscas en los tiempos del Whatsapp”

    1. Avatar for Miguel Ángel Santamarina monicaferreiro dice:

      Gracias, Iria.

      La verdad, es que está mal decirlo, pero le ha quedado muy chulo a Miguel.

      Besos.

      Responder
  1. Avatar for Miguel Ángel Santamarina Vivi dice:

    ME HA ENCANTADO… muy buena manera de contar historias de una ciudad. seguiré leyendo más.
    cuando vaya a burgos la semana que viene seguro que me acuerdo de Ángela al ver al Papamoscas.
    y por cierto … a las chicas jóvenes (bueno ya no tan jovencitas) si que nos gusta el arte jajaja.
    un saludo

    Responder
    1. Avatar for Miguel Ángel Santamarina Miguel Ángel Santamarina dice:

      El arte es para todas las edades.

      Es una gran alegría ver que te ha gustado esta forma diferente de contar la leyenda del Papamoscas.

      Gracias por leer nuestro blog de viajes.

      Responder