Salada, la nieve sabe salada.
Tenía la boca llena de ella y no podía hacer nada por apartarla. Por más que intentaba mover los brazos era imposible. Aunque sabía que era inútil, seguía intentándolo. A duras penas podía abrir los párpados para ver esa luz cegadora que atravesaba la blanca capa que me cubría. Ya solo quedaban un par de horas para que anocheciera, cerrasen el parque y todo volviese a la normalidad.
***
Todo empezó hace apenas dos meses. Recuerdo perfectamente ese día. Habíamos ido a visitar el parque. Quedé deslumbrado por aquellas estatuas rotundas repartidas por el puente, por el césped, por todo Vigeland. Estuvimos un buen rato haciéndoles fotos. Al final, como siempre pasa en los viajes de prensa, íbamos con una hora de retraso sobre el horario previsto. Mis compañeros y yo salimos apresuradamente de allí para dirigirnos al lugar donde teníamos el almuerzo, un restaurante en el centro de Oslo. Afortunadamente, esa tarde teníamos algo de tiempo libre. Lo aproveché para ir al hotel. No tenía tiempo suficiente para dormir, pero sí para una ducha rápida. Cuando estaba debajo del chorro del agua caliente me di cuenta: lo había vuelto a hacer; me había dejado la cámara olvidada en aquel banco al salir del parque. No podía ser verdad. Mi mala cabeza me jugaba otra vez una mala pasada.
El estreno de la película era a las 20:00 horas, tenía que darme prisa si quería recuperarla. Si es que todavía estaba allí. Le envíe un Whatsapp a Yuri y Alicia para decirles que les vería directamente en el cine.
Cogí un autobús y luego otro y otro más. Durante el trayecto recordé algo que había pasado esa mañana. Al marcharme me quedé mirando a una de las estatuas fijamente; juraría que me había guiñado un ojo. Con el ajetreo no me había vuelto a acordar. Por fin llegué a Vigeland. Aunque ya había anochecido todavía estaban por allí los últimos turistas. Atravesé el puente y caminé por el sendero central. En algún momento sabía que había torcido a la derecha. Sí. Había sido por allí. A los pocos metros, ¡Eureka! Mi cámara estaba en el banco, en perfecto estado. Intenté pasar un mensaje para avisar a mis compañeros, pero no había forma de conectarse a la red. Enfilé el camino hacia la salida contento y, también, sorprendido al observar como caían unos gruesos copos de nieve. Cuando llegué al puente me di cuenta que solo estaba yo. Las luces de la cafetería y del museo estaban apagadas y no se veía a nadie, ni visitantes ni personal del parque ni guardias de seguridad. Solo estábamos allí las estatuas y yo.
De repente, me entró el pánico. ¿Y si habían cerrado la puerta y no podía salir? Justo en el momento en que iba a empezar a correr hacia la entrada volvió a pasar: la misma estatua de esta mañana me guiñó el ojo. Ahora no eran invenciones mías. Lo estaba viendo perfectamente. Fue entonces cuando oí a alguien que hablaba a mi espalda.
—Está cerrada —era una voz dulce de mujer, la de la figura abrazada por un hombre. Ambos empezaron a bajar de la barandilla.
Me quedé atónito. Paralizado. Mis piernas no respondían.
—¿Qué te esperabas? —gruño el niño que también bajo del pretil de un salto.
—Pequeño, no asustes a nuestro invitado —le recriminó la mujer—. No me gusta que estés enfadado, ya lo sabes.
—La culpa es suya. Él fue quien me hizo así —dijo mientras señalaba con un dedo acusador hacia al final del puente.
Aunque seguía nevando y la iluminación era escasa pude distinguir a lo lejos la figura de Gustav Vigeland. Avanzaba hacía a mí. Decidido. Con gesto serio. Portando el martillo y el cincel.
Todas las estatuas estaban ya en el suelo. Me rodeaban en silencio, mientras esperaban la llegada de su creador.
—Bienvenido —me dijo—. Estamos muy contentos de que estés aquí con nosotros.
***
Mis brazos volvieron a recuperar la fuerza y de un respingo conseguí incorporarme en pie. Cada vez me notaba más pesado. En estas últimas semanas mi cuerpo había cambiado mucho, mi rostro ya no estaba formado por piel y huesos ahora era de bronce. Quedaban solo dos días para Navidad y sería entonces cuando dejaría de ser un hombre para ser ya solo una estatua más del parque. Ya no tendría que pasar las horas de luz escondido en un paraje recóndito, tendría mi propio lugar. Donde ser admirado por los turistas, fotografiado y tuiteado.
Aunque por el día la vida aquí es tremendamente aburrida, ser una estatua no está nada mal. Por la noche, jugamos, reímos y bailamos. Hasta el niño gruñón se divierte como el que más. Pero yo sigo triste. No puedo dejar de pensar en mi familia. En mi vida anterior. Antes miraba en la papelera, a escondidas, para ver los periódicos. Pese a no entender ni una palabra de noruego, tenía claro que nadie me estaba buscando, no vi nunca mi foto por ninguna parte. ¿Cómo era eso posible?
Me acerqué hasta la hoguera donde mis compañeros bailaban alrededor del fuego. Estaban emocionados. El domingo comeríamos bacalao cocido, cerdo asado, costillas de cordero curadas, puding de arroz y beberíamos gløgg. Y según me habían contado: todos tendríamos un regalo de Gustav. El mío ya sabía cuál era: un pedestal en el pasillo central del parque. Pero yo no podía quedarme allí para siempre. Tenía un plan para huir. No es que fuera el mejor, pero era el único que tenía. Cerca de donde descansaba durante el día, habían dejado olvidada una larga vara de madera. Ningún trabajador se había molestado en recogerla. Desde allí hasta la cerca había unos 300 metros. Tenía dos minutos exactos para recogerla, correr en dirección hasta la valla e intentar saltar utilizándola de pértiga. Solo dos minutos para poder escapar.
Con los primeros rayos de luz, todos nos dirigimos hacia nuestros puestos. En cuanto doblé por el camino central, empecé a correr. Mis piernas eran muy pesadas ahora y el intentar acompasar el movimiento con los brazos era todavía peor. A duras penas conseguí llegar para coger mi improvisada pértiga. Solo quedaba un último esfuerzo. Cubrí la recta final con mucha dificultad. Empecé a escuchar gritos: se habían dado cuenta de lo que pretendía. Miré con el rabillo del ojo y pude ver cómo las estatuas me perseguían para evitar que escapase. Lo había calculado todo perfectamente: subiría la vara por encima de mi cabeza quince metros antes, la clavaría en la base de la pared diez metros antes, me impulsaría hacia arriba cinco metros antes… Con lo que no había contado es con darme de bruces con el suelo veinte metros antes de mi objetivo.
Me quedé allí tumbado, llorando. Hasta que llegaron mis amigos de metal. Gustav se hizo paso entre ellos. Me miró con tono recriminatorio y me dijo:
—Pensé que podías ser uno de nosotros.
Y se marchó por el sendero, cabizbajo, seguido por sus estatuas.
La luz era cada vez más fuerte, pero de repente llegó la oscuridad más absoluta.
***
—Miguel, Miguel… ¿Qué haces aquí tirado en el césped? Te vas a quedar helado. Solo queda una hora para el estreno. No sabíamos nada de ti y me he venido aquí a buscarte —me dijo Alicia con tono reprobatorio.
—¿Dónde estoy? ¿Mis brazos? No son de bronce…
—¿Pero que te has tomado? Claro que no son de bronce. Date prisa —me inquirió mientras enfilaba decidida hacia la entrada de Vigeland Park—, el estreno es una hora y todavía tenemos que coger un par de autobuses.
Avancé aturdido por el puente de estatuas. Cuando acababa de cruzarlo, me di la vuelta: todos me guiñaron un ojo.
***
Hoy es Navidad. Estoy a muchos kilómetros de Noruega. No nieva, pero hace bastante frío en Burgos. He cocinado pavo asado y he comprado vino caliente especiado. Yo ya recibí mi regalo: conocer a las estatuas y a Gustav.
Un placer leer este cuento de Navidad, un auténtico placer. Genial Miguel
Nos encanta que te haya gustado, Dani. Muchas gracias por tus palabras.
El placer es recíproco al leer tus magníficas historias, amigo.