Cierro los ojos. Ante mí, el Atlántico infinito. Azul. Inmensamente azul. Me dejo llevar: siento que puedo volar por encima de él, descubrir todos los tesoros que esconde. Aquí, en Galicia, y allí, en el otro mundo, el nuevo. Los abro. La luz me ciega. Recobro la visión, sigo sintiendo el océano en mis pupilas.

Las gotas de sudor recorren mi cara. Me acerco al bar que hay en lo alto de la carretera. Desde su terraza vuelvo a descubrirlo. Me siento en una de las mesas, y lo sigo observando. Estoy hipnotizada por su belleza. Me pido un albariño helado y lo disfruto mientras veo las olas acercarse a la costa. De forma rítmica, sin prisa, van llegando una tras otra, muriendo convertidas en espuma turquesa.

Vuelvo a cerrar los ojos. Recorro volando este mar de mares en busca de lugares sorprendentes, donde atreverme a ser valiente y poder vivir el viaje de una forma única.

Lo he cruzado. Lo he conseguido. Estoy en Laguna, Brasil. A pocos metros de mí, debajo, en el agua, un grupo de delfines mulares ayuda a los pescadores locales y les indica donde están los bancos de peces golpeando sus cabezas o sus colas contra las olas. Es el momento, los pecadores sueltan las redes.

Con mi imaginación puedo ir adónde quiera. No tengo límites para recorrer este océano hacia al norte y al sur, hacia el este y al oeste. Mi corazón es mi única brújula. ¡Me queda tanto por descubrir! El carácter salino del vino se queda atrapado en el cielo de mi boca. Pido una segunda copa de Mar de Frades. Con el recuerdo frutal de su uva en mi paladar, con el reflejo en mi retina de su brillante color lima, me lanzo de nuevo a la aventura, sigo con mi viaje Made of Atlantic. El Atlántico infinito me espera.

Mar de Frades, albariño

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